por Ed René Kivitz
Ha llegado mi turno de decir “Dios murió, ustedes mataron a Dios”. Conozco los riesgos. Dicen que gato escaldado de agua fría huye. Pero algunos gatos no se dan por vencidos. A propósito, dicen también que los gatos tienen siete vidas. Como sea.
Todo bien, me puedo moderar un poco, respetando a las personas que me quieren y se preocupan por mí. Temen que me comprometa en luchas quijotescas. Temen las represalias que pueda sufrir. Y, en realidad, temen que yo pierda el juicio y la fe. En ese caso, doy un paso atrás y digo que un dios murió en mí. Y nació otro, que me sedujo con amor eterno. Por Él me enamoré.
El dios que murió fue exaltado en la subcultura de la religiosidad evangélica brasileña. Básicamente, era un dios que:
1. vivía de guardia para librarme de cualquier tragedia, evitar mis sufrimientos, y abreviar las situaciones que me trajeran incomodidad;
2. prometía satisfacer no sólo mis necesidades, sino también mis deseos;
3. estaba obligado a favorecerme en todas mis demandas contra los paganos;
4. compensaba mi irresponsabilidad e ignorancia a cambio de mi fe;
5. manipulaba todas las circunstancias de la vida, como un tapicero que corta los hilos y sólo nos deja ver el reverso del tapiz para revelarnos el bello paisaje al final del proceso, capaz de fascinar a todos aquellos que miran del lado correcto.
En fin, murió en mí aquel dios semejante a la figura idealizada de un superpadre, que hizo que hombre como Freud, Nietzsche y Sartre despreciaran la religión.
Ese dios murió porque demostró ser falso. Significa que, o de hecho no existía, o había sido descrito de manera equivocada, pues uno no necesita ser muy sagaz para darse cuenta que:
1. el justo sufre,
2. el justo convive con frustraciones,
3. los malos prosperan,
4. Dios no hace lo que compete hacer a los seres humanos, y
5. no es posible concebir que Dios haya decidido en la eternidad que una muchacha, misionera, sería violada en una esquina de San Pablo para cumplir un propósito divino, pues en ese caso el violador estaría exento de responsabilidad.
No es sensata la creencia en un dios que pone a sus fieles dentro de una burbuja protectora para librarles de toda suerte de dificultades y posibilidades de dolores. La Santa Biblia atestigua que todos los hombres que fueron íntimos de Dios y cumplieron tareas designadas por Él sufrieron, incluso más que aquellos que le dieron a Dios la espalda. Eso llevó a Santa Teresa de Ávila a decir: “Si el Señor trata así a sus amigos, no es de extrañar que tenga tantos enemigos”. Tampoco tiene sentido el relacionarse con Dios motivado por el interés de sus bendiciones y galardones, pues eso hace que Dios deje de ser un fin en sí mismo y pase a ser un medio de prosperidad, o sea, pasa a ser un ídolo al servicio de los fieles. Igualmente incoherente es creer que la fe es suficiente para el éxito, pues nadie pasa el examen de ingreso a la universidad “por la fe”. Finalmente, no es prudente creer que Dios es el factor causal de todo lo que sucede en el mundo, pues en ese caso Dios estaría detrás de todo acto de maldad, incitando al malvado, de modo que nadie sería responsable de sus actos.
Ese dicho “Dios tiene un plan para cada criatura” es incoherente con la fe cristiana, pues seres creados a imagen y semejanza de Dios no pueden ser privados de libertad. O los seres humanos son responsables por sus destinos, o no pueden ser juzgados moralmente.
Ese dios murió. Pero su muerte hizo resonar una pregunta en el ambiente: ¿Dios tiene un trato especial para los nacidos de nuevo? O sea, en relación a los no cristianos, ¿los cristianos son tratados de manera distinta por su Dios? Mi respuesta es sí y no.
Sí, porque, por definición, aquellos que se relacionan de manera consciente y voluntaria con Dios disfrutan de posibilidades que sobrepasan los horizontes de vida de aquellos que viven como si Dios no existiera. La pregunta en relación al cuidado especial de Dios no se refiere al favoritismo o la acepción de personas, sino de algo inherente a lo relacional. Algo así como preguntar si una madre trata distinto a sus hijos en relación a otros niños. Es obvio que sí, pues están bajo su cuidado y bajo su autoridad. Pero, en teoría, una mujer que vive la experiencia de la maternidad trata a todos los niños con el mismo sentido de justicia y de compasión. Y es, justamente, en ese sentido que Dios no hace ninguna distinción entre quienes lo reconocen y quienes lo rechazan: Dios hace salir el sol sobre justos e injustos.
Pero entonces, ¿cuál fue el Dios que nació para ocupar el lugar del dios que murió? O si se prefiere, para hacerlo más práctico, ¿qué puedo esperar de Dios?
1. Siendo cristiano, percibo la vida con otros ojos. Experimenté la metanoia, aquello que le llaman arrepentimiento, pero que creo es una expansión de la consciencia (del griego meta = más allá, y nous = mente). Vivo bajo valores, imperativos, prioridades y propósitos definidos. Conocer a Dios me hace andar en la luz, en la verdad, libre de pesos, culpas y máscaras, con la consciencia y las intenciones tan puras como las que un ser humano imperfecto puede tener, y eso es suficiente para que mi vida de un salto cualitativo inmensurable.
2. Recibo el auxilio de Dios en mi “hombre interior”, pues siendo verdad que “todo lo puedo en Cristo que me fortalece” aprendo a vivir con contentamiento en cualquier situación. Las promesas de Dios a los suyos no se refieren al confort circunstancial o a la prosperidad aquí y ahora, sino que afectan la interioridad humana, por ejemplo, con paz que excede todo conocimiento y gozo completo. Más que eso, la intimidad con Dios no hace mi vida más fácil, sino que me hace más humano, más maduro, más capaz de amar con lucidez para escoger las cosas más excelentes, más capaz de enfrentar con dignidad toda situación.
3. Estoy integrado a una comunidad de cristianos que me bendice en la dinámica de la cooperación. El socorro de Dios para mi vida llega a través de las manos de mis hermanos. Son mis hermanos los que me hablan las palabras de Dios, comparten conmigo su pan, andan a mi lado en el valle de sombra de muerte. Experimento la presencia de Dios en la comunión con los hijos de Dios, viendo a Dios en el rostro de mis hermanos.
4. Tengo mi consciencia y sensibilidad despiertas al sufrimiento de la raza humana y la agonía del cosmos que sufre sus dolores, de manera que pueda recibir un poco del amor y de la compasión del corazón de Dios en mi propio corazón, y acepto la utopía del cielo nuevo y de la tierra nueva no como sueños irrealizables sino como promesa que motiva la acción cada vez que soy interpelado por Dios, que me habla desde el clamor de los oprimidos.
5. Vivo bajo la mirada amorosa, poderosa y justa de Dios, que interfiere en mi vida a la luz de su economía eterna, a su criterio, y ese es el misterio de la gracia, que no depende de los méritos de los beneficiados. Descanso en el hecho de que, a pesar de Dios no ser el factor causal de todo lo que me sucede, no hay cosas que puedan acontecerme que estén fuera de su conocimiento, control y cuidado. Me es suficiente creer que cada vez que Dios opta por dejar que la vida siga su curso normal (y generalmente es eso lo que Dios hace) nada puede separarme de su amor, que es en Cristo Jesús mi Salvador.
En síntesis, murió el dios que hacía de mí un niño consentido, que lloraba cada desencuentro con la vida. Recibí la revelación del Dios que me invita a crecer, para que Él pueda recibirme como su cooperador, su amigo, alguien con quien Él no tiene secretos, y que encuentra la felicidad no en la vida confortable, sino en la vida digna. Con la muerte de un dios, murió también una espiritualidad. Y nació otra, marcada por la gracia, por la fe y por la resistencia.